martes, 26 de abril de 2011

Apuntar al ángulo

(El texto es viejo, pero el humilde homenaje al genial Roberto Baggio sigue vigente. Quienes recuerden el Mundial del 94, quizás, entiendan de qué hablo).

                                                              Ilustración Pablo Pavezka

En el Mundial del 94 descubrí a Roberto Baggio. Me llamó mucho la atención su manera simple de jugar, a puro toque, a pura gambeta. Era de esa clase de jugadores que te hacen creer que jugar al fútbol es fácil. Trataba a la pelota con suavidad, no era agresivo y hacía siempre lo correcto. Daba la sensación de que jugaba a otro deporte. Mientras todos corrían como atletas, él tenía otra medida del tiempo. Parecía que no corría, pero siempre estaba en el lugar indicado, en el momento justo, y era más rápido que cualquiera. Él no iba al ritmo del partido, el partido iba al ritmo que él imponía.

“Es como Bochini, pero más rápido y con más pelo”, decía mi abuelo. Para mí Bochini era como mi abuelo, no tenía nada que ver con Baggio.


Además, a mis 13 años, ver a un jugador con esas trencitas que tenía Baggio era todo un reflejo de la rebeldía que frustraba mi viejo diciéndome que el pelo largo era de maricones. “Baggio tiene una colita y juega bien al fútbol, entonces no es maricón”, trataba de razonar ante mi viejo. Sin embargo, mi pelo siempre siguió corto.

Mi tío, que sabe mucho de fútbol, para aumentar mi fanatismo por Il Codino, como le dicen en Italia, me contaba que Baggio era una excepción en su país. Me explicaba que en Italia siempre habían jugado a defender, que casi no atacaban. Y que a eso le llamaban algo así como el candado. No me acuerdo bien cómo se dice en italiano. Me aseguraba que Baggio era un rebelde con todas las letras, porque se animaba a gambetear, a jugar lindo y tirar caños en un país que por historia había sido la referencia absoluta del antifútbol.

Pero cuando le preguntaba por qué Italia tenía varias copas del mundo si jugaba a defenderse, los argumentos de mi tío se empañaban. Él decía que era porque el gobierno italiano había ganado dos títulos a la fuerza hacía muchísimos años, cuando el fútbol todavía no era muy importante y que, encima, habían ganado con algunos jugadores argentinos que se vendieron. Eso de ganar a la fuerza siempre me generó dudas. Además, no termino de creerle lo de los argentinos vendidos.

Después de llorar porque al Diego le habían cortado las piernas, el Mundial del 94 sólo me importó porque Baggio hacía lo imposible para que Italia fuese uno de los candidatos. Sólo él era capaz de ganarles a los brasileños, según mi tío.

Cada partido de Italia lo viví casi como si fuera de Argentina. Pero, en realidad, yo era hincha de Baggio, no de los italianos, que bastante mal me caen. La final la vi con mi viejo, mi tío y mi abuelo. Justo ese domingo era el cumpleaños de mi tía. Entonces nos encerramos en una pieza, así podíamos ver tranquilos el partido y las mujeres no nos molestaban con preguntas tontas. Por eso nos dejaron sin torta.

Me acuerdo que el partido fue malísimo. Yo me aburrí de lo lindo hasta que llegaron los penales. Mi viejo sostenía que eran una lotería. Mi tío argumentaba que no, que a los penales hay que saber patearlos. Mi abuelo sólo les decía que se quedaran callados de una buena vez.

Esa definición fue como cualquier otra hasta que llegó el turno de Baggio. Italia perdía 3 a 2 y Baggio tenía que hacer el gol, si no, el título era de los brasileños. Yo no tenía dudas de que iba a ser gol hasta que el remate salió alto, muy cerca de un ángulo, y se fue por arriba, lejísimo. La mirada perdida de Baggio buscando una explicación donde no la había y la corrida de Taffarel para abrazarse con sus compañeros me quedaron grabadas a fuego como uno de los recuerdos más amargos de aquella época. Claro que el más amargo es la enfermera gorda llevándose de la mano al Diego.

No lograba entender por qué el mejor jugador de Italia había escapado el penal más importante de la final. Si le pasa a un patadura, bueno, es posible. Es la cruel lógica de la vida. Si no tenés talento, si no sos bueno en el fútbol, es probable que escapés un penal, sobre todo en una final del mundo. Aunque, si sos medio muerto, dudo que llegués a una final barrial. Pero si sos Baggio no podés escapar un penal. Tiene que ser gol, no hay dudas, pensaba.

La vida era demasiado injusta a esa altura. En un mismo mundial, el Diego había sido víctima de la FIFA, según mi tío, y ahora Baggio era el padre de la derrota de Italia, según mi viejo, que estaba muy alegre con la desgracia de mi ídolo rebelde.

Mi tío quiso levantarme el ánimo y me dijo que Baggio erró el penal porque prefirió morir en la suya. Me explicó que un jugador de la calidad de Il Codino no podía patear fuerte y al medio o despacito y a un costado. No, de ninguna manera se lo permitiría. Baggio tenía que apuntar a un ángulo porque sólo los fenómenos como él son capaces de tomar ese riesgo en una final del mundo. Y son seres humanos como cualquiera de nosotros y, aunque no parezca, también pueden fallar.

Pero lo más importante de todo, me remarcó –y me dijo que no lo olvidara nunca más– era la actitud de morir siempre respetando nuestras convicciones y hacer lo que sentimos, sin importar el qué dirán.

– Si así lo sentís, Fede, en la vida siempre apuntá al ángulo –me dijo–, aunque no seas Baggio.

A la semana, jugábamos la final del torneo provincial. El destino, que muchas veces se nos ríe en la cara, quiso que empatáramos y tuviésemos que definir la final por penales. Igual que en el Mundial.

Cuando me tocó patear caminé hacia la pelota con total tranquilidad. Las palabras de mi tío me habían dado mucha confianza. Había entendido que no tenía que sentirme presionado, aunque tuviese que hacer el gol sí o sí porque íbamos abajo 5 a 4 y era el último penal de la tanda. Yo sentía que tenía que apuntar al ángulo. Era mi convicción y había aprendido que uno tiene que morir en la suya. Además, el arquero era medio petiso y no iba a llegar nunca allá arriba.

Le di con mucha fuerza. La pelota fue directa, precisa, decidida. Pero rebotó justo en el ángulo y la vista se me nubló de bronca. Estaba por llorar cuando escuché que mi tío gritó mi nombre y corrió hacia mí. Me agarró de los hombros, me miró firme a los ojos y me dijo algo que jamás olvidé.

– ¡¿Pero quién te creés que sos, pelotudo?! ¿Roberto Baggio?



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