lunes, 12 de septiembre de 2011

De barbas y conquistas mundiales

(A propósito de la convocatoria de Diego Villar a la selección argentina, este cuento lo escribí hace dos años, cuando Alfio Basile dirigía la Albiceleste. Tiene varias referencias de esa época, pero la idea central sigue vigente: el fútbol necesita más barbudos, sobre todo la Selección).
Diego Villar, el último barbudo. / Foto Ovación

El mundo había dejado de girar por unas horas. No nos importaba nada de lo que pudiese pasar afuera de esas cuatro paredes. El Bardo estaba muy serio, muy concentrado, sólo tomaba su ferné y miraba el mapa. Yo estaba por realizar mi jugada clave para lanzarme camino a la victoria. El Chope analizaba cómo iba a defenderse de mi furibundo ataque. Nada más nos importaba. Sólo queríamos conquistar el mundo. Señalé de qué país a qué país atacaría. El Chope cerró los ojos y me dijo que después de tirar los dados me reventaría la botella en la cabeza. Tiré los dados y experimenté esa sensación de poder mezclada con azar que sólo el TEG te puede regalar. Saqué dos unos y un dos. El Chope casi se muere de risa. El Bardo, ajeno al trascendental momento, parecía estar en otra guerra, en otra dimensión.


jueves, 4 de agosto de 2011

Leticia, Mariano y el amor por Patricio Rey


Hoy es un día extraño, nostálgico, más amargo que cualquier otro. Leticia escucha Gualicho una y otra vez mientras prepara el almuerzo. Se acuerda del último abrazo, del encantamiento, de las bengalas, del recital. ¿Cómo puede ser que existan momentos imposibles de olvidar? Leticia se acuerda cuando fue a Mendoza con la ilusión de encontrar a Mariano. Estuvo una semana buscando un milagro. Se entristece, mientras en la cocina el Zumba se toma el bondi a Finisterre.

martes, 19 de julio de 2011

El día que dejé de aburrirme

                                                                   Ilustración Sebastián Domenech                                                                                         
I
Tenía diez años. Estaba enfermo, en cama, con gripe. Ese día mi abuela Pepita me regaló un libro que me cambió la vida. Pero yo, a los diez años, no tenía la menor idea. Yo sólo quería jugar con los muñecos de He Man.

martes, 5 de julio de 2011

El descenso de River, o esas pasiones que no se negocian

                                                                                                                       Foto Mdz
 
Cuando veía el domingo las imágenes de cientos de hinchas de River que lloraban y no podían aceptar la realidad, fue inevitable no acordarme de una de las frases que mi vieja me tiraba por la cabeza cuando yo era niño. “¡Cómo puede ser que llorés por el fútbol!”, soltaba, mi madre, con dulzura y sabiduría.

Yo era un niño que no podía explicar todo lo que significaba el fútbol, para mí, a los diez años. Disfrutaba como un loco cuando mi equipo ganaba y lloraba como un condenado cuando perdía. Siempre lloré más. Pero mi vieja me hizo ver –entre tantísimas cosas– que el fútbol tiene que tener en la vida el lugar que le corresponde. Y ese lugar es ahí, debajo de las cosas realmente importantes, fundamentales y vitales. Me llevó años entenderlo, si es que alguna vez lo entendí.


martes, 21 de junio de 2011

Los milagros de Palermo


El Beto estaba más callado que otras veces. Miraba el vaso, miraba el televisor y me escuchaba porque no le quedaba otra. No había prendido ni un cigarrillo. Le sonó el celular un par de veces y no contestó. Ya me empecé a preocupar.

– ¿Qué te pasa que estás así de choto? –le dije, abusando de la impunidad que te dan los años de amistad.
– No me pasa nada, pelotudo –me devolvió, gentil.
– Desde que llegamos que estás hecho un choto, viendo la televisión. No has tocado el vaso. Ni siquiera te diste vuelta para ver las minas que te dije.
– No me hinches las pelotas, Flaco.
– Ah, bueno, te vino.
– No te hagás el vivo.
– Hermano, tenés cara de velorio. Me preocupa. Si te pasa algo, contá. No seas gil.
– Me pasa eso –me dijo, y miró el televisor.

Al fondo del bar, en un plasma comprado seguramente en cincuenta cómodas cuotas, Martín Palermo lloraba mientras La Bombonera lloraba con él.