martes, 21 de junio de 2011

Los milagros de Palermo


El Beto estaba más callado que otras veces. Miraba el vaso, miraba el televisor y me escuchaba porque no le quedaba otra. No había prendido ni un cigarrillo. Le sonó el celular un par de veces y no contestó. Ya me empecé a preocupar.

– ¿Qué te pasa que estás así de choto? –le dije, abusando de la impunidad que te dan los años de amistad.
– No me pasa nada, pelotudo –me devolvió, gentil.
– Desde que llegamos que estás hecho un choto, viendo la televisión. No has tocado el vaso. Ni siquiera te diste vuelta para ver las minas que te dije.
– No me hinches las pelotas, Flaco.
– Ah, bueno, te vino.
– No te hagás el vivo.
– Hermano, tenés cara de velorio. Me preocupa. Si te pasa algo, contá. No seas gil.
– Me pasa eso –me dijo, y miró el televisor.

Al fondo del bar, en un plasma comprado seguramente en cincuenta cómodas cuotas, Martín Palermo lloraba mientras La Bombonera lloraba con él.


– Beto, ¿de qué me estás hablando? ¿Ustedes están por jugar la promoción y vos estás mal porque Palermo se retira?
– Sí, eso te estoy diciendo.
– ¿Me estás jodiendo?
– No, Flaco. River me preocupa, obvio, cómo no me va a preocupar. Pero que Palermo se vaya me genera pánico.
– Hermano, de qué mierda estás hablando.
– Flaco, yo le debo mucho a Palermo.

El Beto se quedó mirando la televisión y yo empecé a preguntarme por qué carajo él, fanático de River, le podía deber algo al Titán.

Empecé a hacer memoria. Palermo y los tres penales errados con la Selección, los goles ante el Real Madrid, el gol imposible a River, casi en muletas, la noche del caño de Román a Yepes; la pared que se le cayó encima de una pierna cuando festeja un gol en el Villarreal, el gol a Perú por las eliminatorias, el de Grecia en el Mundial, el gol de cabeza a Vélez, el penal con los dos pies, el zapatazo a Independiente desde la mitad de la cancha, varios goles más a River, su look noventoso en Estudiantes, cuando se disfrazó de mujer para la Mística… No encontré nada que me diera una pista.

– Escuchame, dejá de ver la tele y dame bola. ¿Por qué le debés algo a Palermo?

El Beto me miró a los ojos por primera vez en la noche y tomó un trago de cerveza.

– Flaco, vos sabés que soy un nabo con las minas.
– Lo sé. Bien nabo sos.
– Bueno, vos sabés lo que quiero a la Negra.
– Sí, ¿y?
– Te voy a contar algo que no se lo he contado a nadie.
– Dale, no te hagás el misterioso y contá.
– Bueno, viste que a mí me cuesta más que la mierda encarar a una mina. Siempre fui así de boludo. Otros son boludos con otras cosas. Otros no saben cambiar un foco, ponele. Bueno, yo soy boludo con las minas. Te acordás lo que me gustaba la Negra y nunca le decía nada. Ni un chiste, un vamos a tomar algo, nada de nada.
– Sí, cómo no me voy a acordar.
– Bueno, yo estaba desesperado. La Negra me volvía loco, pero era cuestión de tenerla enfrente y chau, me paralizaba, como el tipo más pelotudo de la galaxia.
– Te quedás corto.
– Bueno, por más que lo había trabajado con mi psicólogo, no sé, no podía superarlo. Por algo, en la vida, he tenido menos minas que una película de Rambo.
– Beto, podés ir al grano.
– Bueno, la noche del partido de Argentina-Perú, por las Eliminatorias, yo estaba solo en mi casa. No lo quise ver con nadie. Estaba más nervioso que la mierda. Además, estaba mal porque me había llegado que el Colo Segovia estaba detrás de la Negra. Y si yo no hacía nada, el Colo la iba a ganar. Y yo no iba a hacer nada porque soy el rey de los pelotudos.
– Pero si el Colo ese no se sabe ni atar los cordones, haceme el favor.
– El tema es que, cuando el partido estaba al horno, y llovía y nos quedábamos casi sin Mundial, ¿te acordás? Bueno, en ese momento, te juro que me arrodillé, temblando, y le juré a Dios que si Argentina ganaba, yo iba a tener los huevos, por primera vez en la vida, de decirle a una mina lo que sentía. Así, en la cara, como un macho.
– ¿Eso hiciste?
– Eso hice, te lo juro.
– No lo puedo creer.
– Y bueno, Flaco, yo me moría si Argentina no iba al Mundial. Imaginate, cuando Palermo hizo el gol, no lo podía creer. Lloraba de la alegría como un tarado. Y estaba tan contento, pero tan contento, que esa misma noche la llamé a la Negra, me junté con ella y le dije todo lo que sentía.
– ¿Así qué te animaste a eso gracias a Palermo? Y yo que pensé que lo habías hecho vos, solo, de puro huevo.
– Entendés. Palermo es tan groso, que hizo un gol para que yo estuviera con la Negra.
– Pará. Beto, te estás yendo de mambo.
– Sólo un partido tan increíble podía hacer que yo me animara a encararla, entendés. Llovía como una película, no quedaba tiempo, la pelota pasó por mil piernas y Palermo estaba ahí para empujarla. Eso era un designio de Dios.
– Está bien, todo muy lindo, pero qué tiene que ver que estés mal porque Palermo se retire. No me cierra.

Beto bajó la vista, se sirvió más cerveza y siguió.

– Me falta contarte algo fundamental. Hace unos días, la Negra me dejó.
– ¿Qué?
– Sí, Beto, la Negra me dejó. Solo como un perro, me dejó. ¿Nunca te ha dejado una mina? Bueno, a mí, sí. Me dejó. Fue lindo mientras duró. Chau. Venía medio como el orto la relación, yo me la vi venir, la verdad. Se acabó. Y ahora, encima, se retira Palermo, todo mal. Siento que ese hechizo que había vivido todo este tiempo se fue a la mierda. ¿Entendés?

Cuando Beto dijo hechizo se le humedecieron los ojos. Le pregunté qué había pasado, traté de consolarlo, de decirle boludeces que le subieran un poco el ánimo, pero sentí que el tipo estaba hecho mierda.

– Beto, dejate de joder con Palermo. Andá a buscar a la Negra, jugatela, loco. Cuando una mina vale la pena uno tiene que hacer todo lo que pueda y más.
– No, es que no entendés. Esta relación siempre fue muy rara. Ese gol de Palermo fue como un toque de magia. Ahora se retira y se acaba la magia, es así de simple.
– Dejá de hablar pelotudeces, en serio.
– No son pelotudeces.
– A ver… Escuchame bien, estás mal y Palermo, en realidad, todavía no se retira. Si le queda jugar contra Gimnasia en la última fecha.

Vi como al Beto se le dibujaba una sonrisa. Me miró con otro gesto, como dándose cuenta de que el partido todavía no había terminado.

– Es verdad, qué boludo. Todavía Palermo me puede dar una mano.
– Y sí, ¿por qué no? –le dije, como para seguirle el juego.
– Ojalá que el Titán me dé una señal en su último partido –largó, con la ilusión que sólo tienen los niños.

No vi a Beto durante la semana. Ni siquiera hablé con él. Pero el sábado, me senté a ver Gimnasia-Boca con las expectativas de que Palermo hiciera algo mágico para que el pelotudo de Beto le hablara a la Negra. Un tipo normal, no estaría pendiente de qué puede hacer un jugador de fútbol. Un tipo normal va y encara a la mina que le gusta, no le importa nada. Pero el Beto es el Beto.

Me chupé casi todo el partido. El Lobo ganaba 2 a 1. Palermo había tenido algunas chances, pero no había hecho nada. Iban 45 minutos del segundo tiempo y apagué el televisor. La puta madre, pobre Beto. Voy a tener que buscar la manera de convencerlo para que no le dé bola a Palermo y hable de alguna forma con la Negra. Encima, River entra en promoción, no le sale una.

Al rato, Beto me llama al celular. Estaba eufórico, me hablaba a los gritos.

– Flaco, ¿viste lo que pasó? ¡Increíble, no, increíble! ¡En la última pelota, no lo puedo creer! ¡La última pelota que tocó como jugador!

No tenía idea qué había pasado. Pero tampoco se necesitaba ser un adivino para suponerlo. Palermo, ese tipo de historias imposibles, lo había hecho una vez más. La última, la necesaria, para que Beto se tuviera un poco más de confianza y llamara una vez más a la Negra. La última, la necesaria. 



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