El Beto estaba más callado que otras veces. Miraba el vaso, miraba el televisor y me escuchaba porque no le quedaba otra. No había prendido ni un cigarrillo. Le sonó el celular un par de veces y no contestó. Ya me empecé a preocupar.
– ¿Qué te pasa que estás así de choto? –le dije, abusando de la impunidad que te dan los años de amistad.
– No me pasa nada, pelotudo –me devolvió, gentil.
– Desde que llegamos que estás hecho un choto, viendo la televisión. No has tocado el vaso. Ni siquiera te diste vuelta para ver las minas que te dije.
– No me hinches las pelotas, Flaco.
– Ah, bueno, te vino.
– No te hagás el vivo.
– Hermano, tenés cara de velorio. Me preocupa. Si te pasa algo, contá. No seas gil.
– Me pasa eso –me dijo, y miró el televisor.
Al fondo del bar, en un plasma comprado seguramente en cincuenta cómodas cuotas, Martín Palermo lloraba mientras La Bombonera lloraba con él.